Gregorio Robles. Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de las Islas Baleares. Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
Seguramente que usted se ha hecho alguna vez esta pregunta. Confieso que yo también. ¿Tiene de verdad la Unión Europea algo que ver conmigo?
Las elecciones del 7 de junio de 2009 al Parlamento europeo han demostrado, una vez más, la indiferencia que el conjunto de la sociedad tiene hacia Europa. Esa apatía a la hora de elegir a los eurodiputados no es nueva ni exclusiva de los españoles. Que no es nueva es algo evidente, ya que en elecciones pasadas ha habido también porcentajes altos de abstención. Y que no es exclusiva nuestra, lo revela el hecho indiscutible de la baja participación electoral en todos los Estados miembros.
¿Cuáles son las causas de este desinterés? ¿Está justificado este desapego? La primera causa creo que hay que buscarla en la imagen que el conjunto de nuestra sociedad tiene de la Europa comunitaria. Una imagen que podemos definir con dos palabras: lejanía y burocracia, pero sobre todo con la primera.
La lejanía tiene dos aspectos muy diferentes entre sí pero que van unidos en la percepción psicológica de todos nosotros. Me refiero, en primer lugar, a la lejanía geográfica; y en segundo término, al escaso conocimiento que se tiene de las instituciones europeas y del funcionamiento de las mismas. Hay que reconocer que la realidad institucional de Europa es cualquier cosa menos sencilla. La gente no sitúa adecuadamente en el mapa las sedes de los diferentes organismos. Haga usted la prueba consigo mismo y con sus amigos más cercanos: pregúntese y pregúnteles dónde está la sede del Tribunal comunitario, la de la Comisión, la del Parlamento Europeo y la del Banco Central Europeo. Probablemente obtendrá respuestas confusas, algo así como: “por allí, por el centro del continente”, y habrá un incierto baile de nombres de ciudades bastante notables en el que saldrán a relucir con escasa convicción y muchas dudas: La Haya, Bruselas, París, Ámsterdam, Maastricht, Luxemburgo, Estrasburgo, Niza, Saarbrücken, Colonia y otras posibles candidatas. Si le sucede a usted esto de andar algo confuso al respecto, no se preocupe, forma parte del grueso de la Humanidad que también tiene borroso el panorama.
Pregunte a los europeos dónde está la sede del Tribunal comunitario, la de la Comisión, la del Parlamento Europeo y la del Banco Central Europeo.
Mucho peor que ese despiste en geografía comunitaria es el poco conocimiento que se tiene de las instituciones y de su funcionamiento; y aún menos es el que se posee del efecto que tiene la legislación comunitaria dentro de los Estados miembros y, por consiguiente, dentro de España. La culpa de esta ignorancia no la tiene el ciudadano medio. Sería fuera de lugar exigirle a éste que se manejara con soltura por el laberinto europeo. Para conseguir este objetivo es necesario algo así como un master. La culpa la tiene, en primer lugar, esta clase política que tenemos, que se preocupa casi exclusivamente por recolectar votos y no hace en absoluto la pedagogía necesaria. Se echan de menos políticos que enseñen a la gente lo que necesita saber. El actual discurso político es en exceso retórico (orientado a convencer) además de demagógico, esto es, exagerado en la crítica al adversario y sobredimensionado en la autocomplacencia. Recordemos las campañas electorales de las europeas que hemos vivido. Todas ellas se han caracterizado por haberse hecho en clave nacional, con absoluto olvido por los temas típicamente europeos. ¿Cómo es posible interesar de este modo a grandes masas de población en asuntos que ni siquiera son nombrados en las campañas?.
Sin embargo, las causas que provocan esa imagen de lejanía no se detienen ahí. Por mencionar una más, y no pequeña, me referiré a algo que acabo de mencionar: el laberinto europeo. A mis alumnos de Derecho de la UE les suelo decir el primer día de clase: “Esto que ustedes van a estudiar es como un enorme laberinto que, además de ser grande en extensión, y muy intrincado ya de por sí, va cambiando a lo largo del tiempo haciéndose aún más laberíntico”. No lo digo para desanimarles, sino para prevenirles. Desde sus comienzos, la puesta en práctica del proyecto europeo ha sido compleja en su composición, sorprendente en muchos de sus aspectos funcionales y, sobre todo, extrañamente confusa desde el punto de vista terminológico.
¿Sabía usted, por ejemplo, que eran tres Comunidades Europeas, y que ahora son dos, porque la primera de todas (la CECA) dejó de existir en 2002 en atención a que un artículo de su Tratado fundacional le previó 50 años de existencia? ¿Sabía usted que a pesar de existir durante esos 50 años las tres Comunidades Europeas todo el mundo se refería al conjunto de ellas con el nombre de Comunidad Europea? ¿No le parece extraño que la antigua denominación de “Comunidad Económica Europea” haya desaparecido y haya sido sustituida por la de “Comunidad Europea”, que es precisamente el nombre que, como digo, antes servía y todavía hoy para denominar conjuntamente a las tres, o de las dos que quedan tras la extinción de la primera? ¿Tenía usted noticia de que el Tratado de Maastricht, que es el que crea la Unión Europea, poseía la peculiaridad de que los artículos no iban acompañados por el correspondiente número arábigo, como es usual en cualquier cuerpo de normas, sino por las letras del alfabeto (el artículo A, el artículo B, así sucesivamente hasta el artículo S?), pero luego, el Tratado de Amsterdam, lo modificó poniendo números, cuando ya los que nos dedicamos al derecho europeo los habíamos aprendido pacientemente con sus respectivas letras?
Y si hablamos de la frustrada Constitución europea, yo le preguntaría: ¿Conoce usted a alguien que en su momento se leyera en su integridad aquel texto? Por mi parte, le digo que, si exceptuamos a los que por su profesión se vieron obligados, no conozco a nadie que se lo hubiese leído, a pesar de que durante un tiempo se lo fui preguntando a bastantes de mis amigos y conocidos. Todo lo más, obtuve respuestas como ésta: “Bueno, la he hojeado algo y me he detenido allí donde me interesaba”.
Sobre la base de las circunstancias expuestas y de otras no mencionadas, se ha dicho en conclusión que la Unión Europea tiene un “déficit democrático”, que el Parlamento europeo no sirve para gran cosa, y que el Gobierno de la Unión (esa combinación del Consejo y de la Comisión) está sometido a los intereses nacionales. Y sin embargo…
Sin embargo, la gente debería saber que un porcentaje llamativamente alto de la legislación nacional (o sea, en nuestro caso, de la legislación española) viene directa o indirectamente determinado por las normas comunitarias. Esto quiere decir que los Tratados y el derecho generado por las instituciones comunitarias conforman en su conjunto un acervo normativo de dimensiones considerables cuya eficacia se extiende al interior de los Estados miembros. Aunque usted no sea consciente de ello, su vida real está regida, en una proporción asombrosa, por las normas de la UE. Esto sucede así por la sencilla razón de que el derecho comunitario se integra en el ordenamiento jurídico español (al igual que se integra en los ordenamientos jurídicos de los demás Estados miembros).
La clase política que tenemos se preocupa casi exclusivamente por recolectar votos y no hace la pedagogía necesaria.
La integración consiste en que las normas comunitarias, además de ser derecho de la UE, pasan también a formar parte del derecho interno de España; son derecho español. Por tanto, son normas aplicables por las autoridades nacionales, esto es, por las administraciones públicas y asimismo por los jueces. Eso quiere decir que dichas normas son también invocables por los individuos y las empresas ante dichas autoridades administrativas y judiciales.
Lo que sucede es que los mecanismos que posibilitan esta integración de las normas comunitarias en el derecho interno de los Estados son sutiles y diversos, por lo cual el ciudadano medio no los percibe con facilidad. No es consciente casi nunca de que una Ley que las Cortes Generales promulgaron la semana pasada, y que les afecta, es consecuencia, por ejemplo, de una Directiva comunitaria que obliga al Estado a cambiar su legislación. Las personas perciben que es el Parlamento nacional el que sigue legislando, como ha hecho siempre; y no ven detrás de su actuación el mandato de la UE, cuando muchas veces existe en realidad. La producción del derecho español se ha hecho más compleja, pues requiere estadios previos a la acción del Parlamento nacional. Pero apenas hay una percepción social de esa complejidad. El mismo descrédito del Parlamento Europeo (y, consecuentemente de las elecciones de los eurodiputados) tiene semejante causa, pues se ignora su papel en la producción de las normas comunitarias. Es cierto que no tiene la misma función que los Parlamentos nacionales, pero desde hace ya muchos años colabora con la Comisión y el Consejo de manera efectiva en la tarea común de producción del derecho que, después, se integrará en los ordenamientos estatales. ¿Cuándo se ha oído a nuestros políticos explicar a la gente en qué consiste esa colaboración y cuáles son los procedimientos concretos que la permiten?
¿Conoce usted a alguien que en su momento se leyera en su integridad el texto de la frustrada Constitución Europea?
Me he permitido subrayar tan sólo algunos aspectos básicos de la influencia de la UE en nuestras propias vidas, pero me he dejado en el tintero otros muchos, como por ejemplo los derechos que nos asisten como “ciudadanos europeos”, concepto éste introducido por el Tratado de Maastricht que crea, junto a la ciudadanía nacional, otra condición ciudadana de la que derivan algunos derechos tan importantes como la de poder acudir a la embajada de cualquier Estado miembro en un tercer país cuando España no tenga representación diplomática en el mismo, y hacerlo en las mismas condiciones de los nacionales del Estado miembro de que se trate.
Así, pues, si alguien se pregunta: ¿tiene la UE algo que ver conmigo?, debe saber que la respuesta tiene que ser justamente ésta: “Sí, tiene mucho que ver, aunque me cueste mucho creerlo”.